miércoles, 26 de abril de 2017

ZUHEROS - CÓRDOBA



          En la provincia de Córdoba, España, se halla uno de los pueblos más bonitos de la campiña Cordobesa. La fisonomía del pueblo, como no podía ser de otra forma, todas sus viviendas son pequeñas, frescas y encaladas. Todas menos una: La Casa Grande, que fue hacienda de gentes pudientes y con el tiempo pasó a manos de la municipalidad y que en la actualidad alberga el Museo de Costumbres y Artes Populares Juan Fernández Cruz. Llegados a este punto merece la pena dejar el coche y seguir a pie por las curvilíneas y angostas calles de Zuheros, un urbanismo no muy diferente al que tenía cuando fue arrebatada a sus pobladores por Fernando III y cedida a la familia de los Fernández de Córdoba. El destino del paseo es la plaza de la Paz, la exigua plataforma central donde se asienta el único gran espacio horizontal de la villa, al pie del castillo y de la iglesia parroquial de la Virgen de los Remedios, para cuyo campanario los canteros cristianos ni se molestaron en reemplazar los sillares del antiguo minarete musulmán. En una tierra de castillos, el de Zuheros impresiona como pocos. Quedan torres, muros y estancias de un antiguo palacio renacentista añadido con posterioridad, pero lo que más sobrecoge es la pericia de orfebre con la que engarzaron a los relieves del farallón rocoso.
          Los visitantes suelen llegar hasta el balcón de la plaza para fotografiar la campiña de los olivos. De paso admiran el barroco tan extraordinario que en ese pueblo existe.
          En una de excursión de turistas ingleses, uno de los visitantes advierte que en el alfeizar de una de las ventanas del castillo, hay una persona asomada, cuando le dicen que es imposible que ese castillo está absolutamente vacío, le entra como un ataque de pánico diciendo que allí lo que hay es un fantasma. Pone en movimiento a todos los visitantes haciendo que vuelvan hacia el castillo para comprobar que efectivamente allí no hay nadie.
          Cuando llegan al castillo, lo recorren todos en fila dándose cuenta de que en efecto nadie habita en él y por lo tanto no es posible que nadie hubiese asomado ni subido en el alfeizar de ninguna ventana. Cuando ya iban terminando el reconocimiento, vieron salir de uno de los aposentos a una persona vestida de negro, concretamente un hombre, con pinta de despistado y que en su cuello lucía un cleriman. Era un sacerdote, que en soledad había decidido visitar el castillo y desde él fotografiar y admirar la belleza de toda la campiña cordobesa, mansa de formas, verdinegra de olivos, revocada de yesos, con sus iglesias barrocas y sus torres almenadas sobresaliendo como cuentas de cal y adobe.


                                                  

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