En la provincia de Córdoba, España, se
halla uno de los pueblos más bonitos de la campiña Cordobesa. La fisonomía del
pueblo, como no podía ser de otra forma, todas sus viviendas son pequeñas,
frescas y encaladas. Todas menos una: La Casa Grande, que fue hacienda de
gentes pudientes y con el tiempo pasó a manos de la municipalidad y que en la
actualidad alberga el Museo de Costumbres y Artes Populares Juan Fernández
Cruz. Llegados a este punto merece la pena dejar el coche y seguir a pie por
las curvilíneas y angostas calles de Zuheros, un urbanismo no muy diferente al
que tenía cuando fue arrebatada a sus pobladores por Fernando III y cedida a la
familia de los Fernández de Córdoba. El destino del paseo es la plaza de la
Paz, la exigua plataforma central donde se asienta el único gran espacio
horizontal de la villa, al pie del castillo y de la iglesia parroquial de la
Virgen de los Remedios, para cuyo campanario los canteros cristianos ni se
molestaron en reemplazar los sillares del antiguo minarete musulmán. En una
tierra de castillos, el de Zuheros impresiona como pocos. Quedan torres, muros
y estancias de un antiguo palacio renacentista añadido con posterioridad, pero
lo que más sobrecoge es la pericia de orfebre con la que engarzaron a los
relieves del farallón rocoso.
Los visitantes suelen llegar hasta el
balcón de la plaza para fotografiar la campiña de los olivos. De paso admiran
el barroco tan extraordinario que en ese pueblo existe.
En una de excursión de turistas
ingleses, uno de los visitantes advierte que en el alfeizar de una de las
ventanas del castillo, hay una persona asomada, cuando le dicen que es
imposible que ese castillo está absolutamente vacío, le entra como un ataque de
pánico diciendo que allí lo que hay es un fantasma. Pone en movimiento a todos
los visitantes haciendo que vuelvan hacia el castillo para comprobar que
efectivamente allí no hay nadie.
Cuando llegan al castillo, lo recorren
todos en fila dándose cuenta de que en efecto nadie habita en él y por lo tanto
no es posible que nadie hubiese asomado ni subido en el alfeizar de ninguna
ventana. Cuando ya iban terminando el reconocimiento, vieron salir de uno de
los aposentos a una persona vestida de negro, concretamente un hombre, con
pinta de despistado y que en su cuello lucía un cleriman. Era un sacerdote, que
en soledad había decidido visitar el castillo y desde él fotografiar y admirar
la belleza de toda la campiña cordobesa, mansa de formas, verdinegra de olivos,
revocada de yesos, con sus iglesias barrocas y sus torres almenadas
sobresaliendo como cuentas de cal y adobe.
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