Marcelina,
una viuda de no muy avanzada edad; a pesar de las dificultades que la vida le
había ido poniendo en su camino, era una mujer con mucho arranque y ganas de
vivir. Tenía cuatro nietos a cuál más preciosos y no era cosa solo suya todo el
que los conocía opinaba lo mismo además estaban muy bien educados. Eran de unas
edades seguidas, once, diez, nueve y casi ocho. Cuatro adorables criaturas que
con su abuela se sentían en la gloria.
Un
día Marcelina hablo con sus hijos y les propuso que, ya que llevaba muchos años
sin haber disfrutado de vacaciones, era justo que se tomase unos días, pero, lo
que más le gustaría sería ir a un sitio tranquilo de playa, donde pudiese
llevarse a los cuatro nietos y disfrutar además del clima, la playa, el sol y
las demás cosas que le ofreciese ese paraje, disfrutar del cariño de esos
ángeles que Dios le había dado.
Sus
hijos como ella esperaba pusieron el grito en el cielo pero, ella no se arredró
y siguió dando la lata, así como los niños que se querían ir a toda costa con
la abuela. Después de muchas discusiones y tiras y aflojas, al fin consintieron
en dejarle los niños, ni se sabe la tanda de recomendaciones que la pobre
Marcelina recibió, casi los tenía que llevar atados con un arnés para que no
les pasase nada, no debía dejarlos solos ni un momento, lo que debía darles de
comer, nada de chuches, nada de caprichos absurdos, etc, etc. Marcelina a todo
decía amén pues era la única forma de poder arrancar con los cuatro muchachitos
a su espalda.
Una
vez hubieron llegado a Torrevieja, un pueblecito alicantino, el cual suele
tener las aguas bastante cálidas, se instaló en un apartamento que les habían
prestado y que ella naturalmente aceptó, pues el no tener que gastar en el
alojamiento, le daba margen para poder satisfacer más a su tropa.
De
entrada, en el apartamento solamente se hacía el desayuno, ella acostumbrada a
vivir sola, no se iba a poner a guisar en casa ajena, de eso nada. Una vez
terminado el desayuno, bajaban a la playa, los chicos lo pasaban en grande y al
llegar la hora de la comida, volvían al apartamento, se bañaban en la piscina
para soltar la arena de la playa y a comer a un restaurante que Marcelina había
ya fichado en el cual se comía comida casera y muy bien de precio; después se
subían a casa a tumbarse un poco la siesta, que como era natural la única que
se dormía era Marcelina, pues los niños se dedicaban a jugar y a cualquier cosa
menos dormir. Por la tarde unos buenos bocadillos de lo que los niños pidiesen,
otra vez a la playa o a la piscina, lo que más les apeteciese, después subir al
apartamento ducharse y acicalarse para ir a cenar a cualquiera de los
chiringuitos del paseo marítimo.
Los
niños estaban disfrutando como enanos y la abuela no cabía en si de gozo de
verlos tan alegres con ella. La niña que era la mayor, había hecho amistad con
otra niña del bloque en la piscina y como era más mayorcita pidió permiso a la
abuela para ir a dar una vuelta con esa niña y otras más que se conocían de
otros años. Marcelina no vio nada malo en que la niña fuese a dar un paseo con
las otras niñas y la dejo marchar no sin antes darle una tanda de
recomendaciones. Los niños como cosa de chiquillos junto con otros de los que
jugaban en la piscina decidieron seguir a las hermanas.
Marcelina
se quedó sentada en la terraza del chiringuito esperando a que volviesen sus
excursionistas. De pronto, un apuesto caballero se acercó a ella y le pidió
permiso para sentarse a su lado. Ella no vio nada malo en decirle que sí,
aquella terraza estaba a rebosar y aquel hombre no parecía que tuviese nada más
que ganas de charlar. En efecto así fue, el hombre muy caballeroso invitó a
Marcelina a tomar una copa en su compañía y ella aceptó. Compartieron
conversación, nada de importancia solamente como todos los abuelos, las
palabras solamente derivaban en torno a los nietos, los esposos fallecidos, los
achaques, es decir lo que suelen hablar las personas de cierta edad. José que
así se llamaba el buen hombre, le propuso tomar otra copa y Marcelina se iba
animando y aceptó.
Pasaba
el tiempo y los chavales no volvían, tardaban demasiado para ser la primera vez
que se iban ellos solos. Marcelina comenzó a inquietarse y José trató de tranquilizarla,
pero entre los nervios y las copas que había ingerido, comenzó a ponerse
histérica. No había quien la calmase, cada vez que intentaba ponerse en pie, se
tambaleaba cual vela de barco en día de marejada. Por más que José hacía no
conseguía nada, de pronto los niños volvían y de lejos vieron que un hombre estaba
tocando a su abuela. Corrieron hacia ella y se le echaron encima cual
fierecillas sin domar. La niña preguntaba ¿abuelita que te pasa, que te está
haciendo este hombre? Lo otros miraban con los ojos asombrados de que la abuela
no atinaba a hablar y balbuceaba cosas raras. El más pequeño se limitaba a dar
patadas al pobre José el cual, solo sabía decir “Niño estate quieto, que no
pasa nada”.
Cuando
Marcelina consiguió por fin ponerse en pie y coordinar algo coherente, decidió
ir a casa para acostarse. José muy solícito los acompañó, sujetando a la mujer
pues aún no tenía mucha estabilidad. El mayor de los niños cada vez que José
intentaba sujetar a Marcelina le decía “a mi abuela ni tocarla”. Al llegar al
apartamento, José intentó ayudar a Marcelina a entrar, pero el tercero de los
nietos rápidamente cogió el palo de la sombrilla y con él amenazó a José, si
daba un paso más. El pobre hombre después de decirles que no tuviesen miedo de
que no quería hacerla nada malo, se despidió de ellos diciéndoles que cuidasen
mucho de la abuela.
Los
niños ayudaron a Marcelina a acostarse y ellos hicieron lo mismo, aunque no se
dormían y se pusieron a hablar de las experiencias que esa noche habían tenido.
El paseo que ellos habían dado en compañía de aquellos otros chicos y chicas
les había conducido hasta una discoteca para menores y se lo habían pasado
bomba, pero con la ilusión que les hacía contárselo a la abuela cuando
volviesen a reunirse con ella, se les había estropeado al encontrarla piripi en
compañía de aquel hombre al que nunca habían visto.
Por
la mañana, se levantaron muy tarde, era casi la hora de comer y Marcelina dijo
que le dolía la cabeza, se prepararon y solo se dieron un baño en la piscina
para refrescarse y se fueron al restaurante a comer. Al llegar se sentaron en
la mesa que ocupaban diariamente, rápidamente el camarero les ofreció la carta
para que eligiesen el menú y enseguida se decidieron, no habían desayunado y
eso se notaba. Comieron ávidamente y con bastante silencio, a la abuela la
seguía doliendo la cabeza. A los postres pidió una aspirina al camarero y le
rogó que, al subir a dormir la siesta, no hiciesen ruido para que ella
descansase y se le pasase aquel dolor.
Así
lo hicieron, los niños eran muy buenos y la obedecieron. Cuando se despertó,
parecía estar nueva, volvió a ser la abuela de siempre, alegre, risueña y con
ganas de complacerlos en todo.
Al
llegar la hora de la cena, se dirigieron al chiringuito de siempre, cenaron
tranquilamente. Cuando estaban ya terminando, de pronto apareció José, educadamente
les saludó y le preguntó a Marcelina como se encontraba y como había pasado el
día. Pidió permiso para sentarse con ellos y la abuela se lo dio, a la vez que
le pedía disculpas por el espectáculo que había dado la noche anterior. Los
niños observaban con la boca abierta. José con mucha calma, les explicó lo que
había pasado y el porque su abuela estaba tan excitada, él no pretendía nada
más que ayudarla. Los niños lo comprendieron y en cuanto aparecieron sus
amigos, pidieron permiso a la abuela, para ir a dar una vuelta como la noche
anterior, pero con la promesa de no entretenerse tanto. Ella se lo dio y se
quedó charlando tranquilamente con José.
Le
pidió disculpas por lo sucedido la noche anterior y cuando José le propuso
tomar una copa le dijo un rotundo no. Había sentido que en lugar de cuidar ella
de sus nietos, habían sido estos los que habían cuidado de ella. Esperaba que
no le contasen nada de lo sucedido a sus padres pues sino no se los dejarían en
otra ocasión.
El
resto de los días que quedaban de vacaciones se sucedieron de la misma forma y
José era un elemento más en las veladas nocturnas.
Cuando
llegó el día de la vuelta, viajaron a Madrid también en compañía de José. La
abuela y este buen hombre habían congeniado y al despedirse quedaron en volver
a verse.
PILAR
MORENO 22 agosto
2019