En el
centro del estrecho de Bering, se hallan dos islotes situados entre América y Asia,
llamados islas Diomedes. Una más grande que otra llamada Diomedes la mayor y la
otra Diomedes la menor, aunque en el idioma esquimal se llaman Imaliqliq e
Inaliq. Están entre las penínsulas de Serward en Alaska y Chukotka en Rusia. En
el tratado de 1867 que reguló la venta de Alaska a Estados Unidos por parte de
Rusia se especificaba que la frontera entre los dos países transcurriría de
norte a sur equidistante de las dos islas hasta perderse en los océanos
Pacífico y Ártico. En el momento de la división, como suele suceder en estos
casos, algunas familias quedaron separadas por la nueva frontera, lo que, de
todas maneras, no supuso demasiado problema puesto que el tránsito de personas
a través del estrecho brazo de mar entre las islas siguió siendo tolerado.
Hasta que llegó la Guerra Fría.
Después
de la II Guerra Mundial el cruce de la frontera marítima quedó prohibido. Los
dos pequeños pedazos de tierra (la Diómedes pequeña tiene poco más de siete
kilómetros cuadrados de superficie, por 29 de su hermana mayor) quedaron
aislados el uno del otro, convertidos en los puntales de dos potencias inmensas
y enfrentadas. La URSS trasladó a los habitantes de la Diómedes mayor al
continente y repobló Ratmanov (nombre de la isla en ruso) con un pequeño
destacamento militar, mientras que en la isla menor permaneció el pueblo de
Diómede, que en la actualidad cuenta con 150 habitantes. Muchos parientes se
perdieron de vista y nunca volvieron a verse debido al traslado y al cierre de
la frontera, aunque según la propaganda soviética los habitantes de la isla
mayor intentaron convencer a sus parientes de la isla menor para que desertaran
y se fueran con ellos. Uno de los casos más famosos de cruce de una isla a otra
lo protagonizó en 1987 la norteamericana Lynne Cox, que cruzó a nado los cuatro
kilómetros de aguas abiertas que separan las dos islas, en un intento por rebajar
las tensiones de la guerra fría, y cuyo éxito fue celebrado tanto por Gorbachov
como por el entonces presidente Ronald Reagan.
Las
condiciones climáticas de la isla no son lo que se dice tropicales, algo
habitual al norte del paralelo 60. Para llegar a las Diómedes no existe
transporte regular; con las aguas libres de hielo sólo durante el verano,
vientos huracanados todo el año y una orografía que hace imposible construir
una pista de cualquier tipo, la única manera de llegar a la isla de forma segura
es en helicóptero. De hecho, así llega el correo, que se deposita una vez por
semana en la localidad.
Entre
ambas islas no sólo pasa la frontera entre Rusia y EE.UU. La línea
internacional de cambio de fecha también se encuentra entre ellas, de manera
que desde la Diómedes menor miran al “mañana”, y desde Rusia, al “ayer”. La
diferencia horaria entre ambas es de 21 horas, de manera que cuando en el lado
ruso son las doce del mediodía, cuatro kilómetros al este son las tres de la
tarde del día anterior. En realidad, como es lógico, la hora solar en ambas
islas es exactamente la misma, situadas como están al este del meridiano 180.
En invierno, cuando el mar se congela, las dos islas quedan unidas por el
hielo, y ese trozo de océano se convierte en el único lugar del mundo en el que
se puede cruzar de ayer a hoy o de hoy a mañana… a pie.
Como
soñar es gratis, a lo largo de los años se han realizado varias propuestas para
unir las dos islas con sus respectivos continentes, para construir un puente o
un túnel intercontinental que conectaría América con Asia, y de paso con Europa
y África. También habría que construir las carreteras que llevarían hasta allí,
por otro lado. La primera propuesta, de hecho, partió del ingeniero que diseñó
el Golden Gate, a finales del siglo XIX, pero el Imperio Ruso rechazó la idea.
El coste de todas las obras necesarias para unir América y Asia podría
multiplicar por mucho cualquier obra de ingeniería realizada hasta el momento,
por lo que hasta ahora ninguna de las propuestas ha pasado de ser una idea muy
atractiva. Quizá a lo largo de este siglo lo veamos. Hasta entonces las dos
Diomedes estarán tan cerca y tan lejos como dos continentes distintos.
Este
verano en Uelen, donde Rusia ya casi no es Rusia y el verano tampoco lo parece,
Etta Tall, natural de Alaska, caminaba con un libro en la mano. Buscaba sus
raíces, descendientes de familiares que cayeron al otro lado del muro con el
inicio de la Guerra Fría. Creyó encontrar a uno de ellos en Stanislav
Nuteventin, maestro tallador, una copia casi idéntica de su tío. Había
escuchado hablar de su viaje y se acercó a indagar. Hablaba un mínimo de
inglés, muy poco. Etta nada de ruso. Ninguno de los dos recordaba el dialecto
local del iñupiaq de las Islas Diómedes, la lengua de los esquimales de Alaska
que debían haber aprendido de jóvenes. Etta terminó la conversación frustrada,
se encerró en una sala vacía y se echó a llorar. “Ellos no me entienden, yo no
les entiendo. Duele, porque he perdido mi lengua”.
Diciembre.
Evgenii Bogorevich prepara la Nochevieja. Vive en China y le sorprende que un
comentario suyo en un blog recóndito haya desembocado en una conversación con
un periodista español. Es el hijo de una enfermera y de un minero de la
industria del oro. Se crió en Mys Shmidta, apenas un asentamiento de la remota
región rusa de Chukotka situado frente a la isla de Wrangle, el mayor criadero
de osos polares del mundo. Su última noche del año ideal es, probablemente,
bastante más estrambótica de lo que usted pueda imaginar, multiplicada por mil.
No incluye porras, uvas ni cotillón.
“Mi
sueño es celebrar el Año Nuevo dos veces en el mismo sitio. Primero lo haría en
Ratmanov, bebiendo vodka, tomando caviar y viendo programas de televisión en
los que salga Vladimir Putin. Después cruzaría a Little Diomede, al día y al
año pasado. Comería hamburguesas y perritos calientes, bebería cerveza y vería
al presidente americano en la tele. Sería el mejor plan de mi vida”.
Un plan
imposible en la práctica, pero perfectamente viable en teoría. Sólo le harían
falta sus piernas y cerca de 45 minutos de caminata. El estrecho de Bering hace
honor a su nombre en los puntos a los que se refiere Evgenii: Ratmanov y
Kruzhenstern, para los rusos; Big Diomede y Little Diomede, para los
americanos. Las islas del ayer y del mañana. Aquí sí: la última frontera.
Mirar
de costa a costa es viajar en el tiempo: entre ambas islas discurre la Línea
Internacional del Cambio de Fecha y las separan 21 horas
Tradicionalmente,
ambos peñascos en mitad del mar de Bering formaron el conjunto de las Islas
Diómedes. Físicamente les separan 3,8 kilómetros, que a nivel geopolítico y
social son sin embargo un muro insalvable. Entre las islas discurre gran parte
del año una capa de hielo rocoso, pero también la Línea Internacional del Cambio
de Fecha. Mirar de costa a costa es viajar en el tiempo: hay 21 horas de
diferencia entre ambos territorios. Rusia mira al este y ve el pasado. Estados
Unidos contempla el oeste admirando el futuro. Este sábado, cuando salga el sol
en las Islas Diómedes, serán las 12:36 del 31 de diciembre en la isla
norteamericana, pero las 09:36 del 1 de enero en la rusa.
Aquí
las dos grandes potencias mundiales se dan, a la vez, la mano y la espalda.
Aquí, donde se acaban los mapas y el mundo, se construyó en 1948 el casi
ignorado Telón de Hielo.
Hasta
entonces, Big y Little Diomede eran parte de un todo. Sus habitantes se movían
de un lado al otro con total libertad, a pie o en barca. Celebraban sus fiestas
juntos y muchas familias tenían a sus miembros repartidos entre ambos islotes.
Rocosos, escarpados, realmente adversos para la vida humana. Nunca los
habitaron más de 400 personas, en conjunto. La resaca de la Segunda Guerra
Mundial cambió eso. Los rusos comenzaron a apresar a los inuits que cruzaban la
frontera, situada oficialmente a un kilómetro de la isla menor. Disparaban como
advertencia. Llegado el momento, tomaron una decisión que mantienen hasta hoy:
despoblaron la isla y se llevaron a sus habitantes a la Rusia continental. A
Naukan, principalmente, una población hoy abandonada. En la isla mantuvieron
una base militar de la patrulla de fronteras que hoy habitan, dependiendo de la
temporada, hasta 15 agentes.
Lo
único que pueden vigilar es la localidad de Diomede, en la isla hermana, que
ahí sigue porque Estados Unidos nunca la deshabitó. Su censo fluctúa, pero aún
se mantiene por encima de la centena. Un milagro que sobrevive en el rincón más
inaccesible de la sociedad occidental.
Según
el último censo, resisten en Diomede 115 personas. 106 inuits, 5 blancos y
cuatro personas de dos o más razas. Los blancos son voluntarios y profesores,
llegados de la América continental para dar clase en el colegio local, eje de
la vida social de esta comunidad. Hay en total nueve maestros que permiten un
ratio privilegiado, menos de 3 alumnos por tutor. Se encargan también de todo
lo demás: las clases de baile esquimo tradicional, los talleres de costura, el
gimnasio y las noches de cine. La película es gratis, pero la bolsa de
palomitas cuesta un dólar. Rellenarla, 25 centavos. Dormir en el colegio, a la
sazón también el único hotel de la isla, es más caro. 70 dólares la noche, con
derecho a cama, sábanas, toallas, vajilla y agua potable.
Consejo
Tribal contra la plaga del alcoholismo
En
Little Diomede el gobierno lo ejerce un Consejo Tribal que se reúne un par de
veces al año. No hay policía, porque no hay espacio para construir una casa
para él y porque los locales no quieren detener a sus familiares. Tampoco hay
patrulla fronteriza, celdas, ni debería haber borrachos alborotadores. El plan
de Evgenii tiene una falla: la compra, venta, posesión, fabricación e
importación de alcohol está prohibida en el pueblo desde el 25 de agosto de
1978, para intentar evitar el problema que asola su Chukotka natal: “Es la región
de Rusia con más alcohólicos. Es legal comprar o vender alcohol, incluso
alcohol puro y a los nativos”.
Diomede
es una comunidad seca desde 1978, pero el alcoholismo sigue siendo uno de sus
grandes retos
En
Diomede, como en tantas otras poblaciones nativas de Alaska que así lo han
decidido, no lo es. Lo dejaba claro en 1999 Dorothy Haller, entonces autoridad
en la isla, cuando un grupo de viajeros fantaseaba con pasar allí el Año Nuevo
y juguetear con el tiempo durante el cambio de milenio. En vez de cerveza, como
Evgenii, planeaban llevar champagne. “Tendré que multarles y no me gustaría
hacerlo”, avisaba Haller con tono severo en un artículo del LA Times que
recogía la anécdota, tras la que se esconde una guerra institucional y un
drama. El contrabando y la destilación casera es común. Los suicidios y la
violencia doméstica son una plaga.
Los
estragos que el alcohol provoca en las sociedades que conviven a ambos lados
del estrecho son una coincidencia entre tantas. En Diomede, como en Chukotka,
los productos básicos (carne, huevos, fruta, vegetales) son grotescamente caros
o directamente no existen y lo excepcional es muy barato. Es el caso del
caviar, el oso polar o la carne de ballena. Ambas regiones figuran entre las
pocas excepciones mundiales en las que la Comisión Ballenera Internacional
(CBI) permite la caza de subsistencia. También ambos lugares son casi
inaccesibles.
A
Chukotka, además de andando si lo permite el hielo, sólo se llega en avión, con
vuelos de 9 horas desde Moscú o en charters privados desde Alaska, con
pasaporte en regla, visado ruso y un permiso especial de acceso a zona
fronteriza, que sólo se concede bajo invitación o demostrando residencia
habitual. Menos de 1.000 personas visitan la región al año. Para llegar a
Diomede hace falta alcanzar primero Nome, y desde ahí tomar un helicóptero
durante aproximadamente una hora, previa autorización del Consejo Tribal.
Entrar
y salir de la isla cuesta 400 euros a los locales. Antes de 2012, se accedía en
el helicóptero del correo
Desde
2012, el Gobierno norteamericano subvenciona estos vuelos para que a los
locales sólo les cueste cerca de 400 euros el trayecto de ida y vuelta, que se
realiza tres veces al mes. Antes de 2012, básicamente, sólo se podía salir y
entrar de la isla pagando una plaza en el helicóptero federal que lleva el
correo cada miércoles. Un reparto, por cierto, que representa el contrato de
servicio postal más antiguo de los Estados Unidos, el único que se realiza por
este medio de transporte y también el más caro.
En caso
de emergencia médica, hasta ese año estaba prevista la evacuación de los
enfermos, pero no su regreso. Lo narra con crudeza el Plan de Desarrollo
Económico firmado entonces por la ONG Kawerak, puntal del progreso en la zona:
“Los pacientes se quedan atrapados en el continente si no pueden permitirse un
vuelo de regreso. Se han dado casos de personas cruzando el estrecho en
pequeñas barcas para regresar a Diomede con sus familias. A otros no se les ha
vuelto a ver”.
Así, en
barca, llegó a la isla Meredith Beck en agosto de 2010. “La compañía de
helicópteros no transportaba pasajeros entonces y el viaje desde Nome duró 17
horas”, recuerda ahora esta profesora de Chattanooga (Tennessee), que acabó
dando clase durante un año en una isla norteamericana más cercana a Pekín que a
su propio hogar. “Buscaba una aventura”, resume, y la encontró. Pero también
una sociedad ciertamente alejada de su idea preconcebida.
Cazar
morsas y osos polares lleva su tiempo, pero en muchos aspectos son americanos
normales que quieren ver la television o jugar al último videojuego”
“Al ser
un lugar tan remoto, esperaba una comunidad más primitiva o más firmemente
apegada a sus valores y tradiciones”, rememora antes de describir con lo que de
verdad se topó. Subsistencia prehistórica y globalización tecnológica, todo a
40 grados bajo cero y bañado en alcohol furtivo y casero. Oro para guionistas
de Black Mirror: “Mucha gente se aburre. No hay demasiados trabajos en la isla,
por lo que tienen que matar el tiempo con otras cosas. Cazar, limpiar y cocinar
cangrejos, morsas y osos polares lleva su tiempo, desde luego, pero en muchos
aspectos son americanos normales que quieren ver el programa estrella de la
televisión o jugar al último videojuego”.
Cuando
Etta Tall creció en la isla, en los años 70, el único complemento a la caza era
jugar en el hielo, más robusto entonces que hoy. Curiosear con el
espacio-tiempo y con la paciencia de los guardas rusos. Un pie en el hoy, un
pie en el mañana. Trataba de acercarse a la gran isla que nunca pudo pisar.
“Siempre quise ir allí, tocarla, comprobar por qué amaba tanto aquel lugar”, le
contaba este verano a Kirsten Swann, la periodista del Alaska Dispatch News que
acompañó a Etta en su viaje a Rusia, organizado por la agencia Circumpolar
Expeditions como parte de una estrategia vital para derretir el Telón de Hielo
definitivamente: reunir a las familias separadas.
Su
abuelo, Michael Francis Kazingnuk, fue el autor, en inglés, de la memoria
manuscrita de las islas que acompañó su travesía. También uno de los últimos
inuit en cruzar la frontera cuando no era más que papel mojado. Nacido en Big Diomede,
Rusia, en 1899, murió en Little Diomede, Estados Unidos, en 1964. Pero no toda
su familia recorrió esos 4 kilómetros que separaron potencias, años y destinos.
Etta
emprendió su camino en 2016 para recuperar a los que quedaron atrás, con apenas
un par de fotos antiguas y un par de nombres en la cabeza que recordaba haber
escuchado a sus padres. “El viaje fue agridulce en muchos sentidos, nunca
encontró algunas de las cosas que buscaba”, admite Kirsten desde Anchorage,
pero… “Creo que regresó satisfecha. Pudo ver la tierra de sus familiares con
sus propios ojos, y a menudo me decía que se sentía contenta porque ya no
tendría que hacerse más preguntas”.
La
gente comparte un alejamiento de las instituciones políticas y un sentimiento
de parentesco con el resto de los pueblos circumpolares”
A lo
largo de la expedición, tanto Kirsten como Etta sólo encontraron casas
abiertas, ansias de ayudar y una detención por parte de la policía fronteriza
que terminó con el guarda comparando sus tatuajes con los de la periodista
norteamericana. “Pese a la larga separación física y la división política, las
similitudes son incontables”, asegura Kirsten: “La gente, tanto en Alaska como
en Chukotka, comparte una sensación de alejamiento de las instituciones
políticas y un sentimiento de parentesco con el resto de los pueblos de la
región circumpolar”.
Aunque
no les pudo entender, Etta sí sintió que estaba entre los suyos. De pronto
perdieron importancia los disparos de advertencia, la frontera imaginaria, las
21 horas, y la ganó todo el muro de una lengua casi olvidada a un lado y al
otro del Telón, cada vez más derretido por el cambio climático y la aviación
comercial, pero cada vez más vivo.
“Los
niños hablan un inglés muy básico y conocen un par de palabras y frases del iñupiaq.
Mientras yo estaba allí, el distrito escolar del estrecho de Bering no tenía un
plan específico de enseñanza del dialecto”, relata Meredith, que enseñó en la
isla escritura, lectura y estudios sociales. El muro crece con el tiempo y el
olvido. El antes mencionado documento de la ONG Kawerak es definitivo: “Cuando
los ancianos de la isla mueran, su lengua desaparecerá salvo que se tomen
medidas. Entre ocho y diez personas en Diomede hablan su dialecto tradicional.
Sólo dos pueden leerlo y escribirlo. No está documentado en ningún sitio”.
PILAR MORENO