Llegó el final del que pensó que iba a
ser un verano efímero. Pero por el contrario fue un verano de lo más agotador.
Covadonga estaba extenuada de tanto calor.
A finales del mes junio, comenzaron
los calores agobiantes y en su estado, decidió marchar a Asturias con su
pequeño Pelayo, a Pendueles, a casa de sus padres en donde ella vino al mundo y
pensó que si la sorprendía allí el parto de la criatura que esperaba no habría
problema. Estaba con los suyos y su marido no tardaría en llegar a su lado.
También le
proporcionaría a su pequeño hijo unas vacaciones junto a sus abuelos maternos y
disfrutaría de ver a los animales que el abuelo criaba, las vacas, las ovejas,
los cerdos, así como todas las labores del campo que en esa época se
realizaban. Sería para él muy divertido y estaba segura de que lo pasaría mucho
mejor que en la ciudad ya que, aunque lo sacaba todos los días al parque a
jugar con otros niños de su edad, los calores tan excesivos no le permitían
disfrutar de todas las horas que debería y para un niño tan pequeño no era muy
recomendable estar encerrado en su casa. Ella le dedicaba mucho tiempo jugando
con él, así como Petra la muchacha que tenía para su cuidado, llegaba un
momento en que el niño se aburría, necesitaba aire fresco y la compañía de
otros guajes como él, con los que saltar y correr.
Covadonga se sentía muy feliz en aquella tierra y Pelayín como
sus abuelos le decían, estaba de lo más divertido, se podía decir que un poco
asalvajado. Por ese motivo y sabiendo que no salía de cuentas hasta finales de
octubre, decidió quedarse en esa tierra hasta que llegase el equinoccio de
verano. Le daría tiempo de sobra de volver a Madrid para dar a luz de lo que
viniese pues no se sabía si era niño o niña.
Para el quince de octubre, todavía seguía haciendo muy buen
tiempo y Covadonga junto con su madre estaba sentada en la puerta de su casa,
cuando pasó por allí Lucrecia, una vecina de toda la vida y se puso a charlar
con ellas. Era una mujer de lo más locuaz que se haya visto jamás, cuando cogía
carrerilla no había ser humano que la cortase y lo peor del caso es que como
era graciosa y de agradable conversación todos la escuchaban y no veían el
momento de cortarle.
Una vez la buena señora se hubo marchado, decidieron irse a
acostar. Covadonga se encontraba cansada e incluso un poco mareada y cuando se
lo refirió a su madre, esta le dijo:
-Hija no me extraña, la buena de Lucrecia te ha vuelto loca
con tanta conversación-
Se retiraron cada una a su aposento y a eso de las cuatro de
la madrugada, Covadonga despertó a su madre a gritos.
-Madre, madre, venga coarriendo, estoy de parto-
¿Cómo no me has llamado antes criatura?
-No sé, me he levantado al servicio con ganas de vomitar y
pensé que había cogido frio anoche en la puerta. Pero al levantarme he roto
aguas y presiento que esto va a ser muy rápido-
La madre de Covadonga corrió al teléfono para llamar al médico
de Llanes que era la población en la que más cercana había galeno.
Cuando el doctor llegó y fue bastante rápido, encontró a
Covadonga sin sentido. Efectivamente estaba de parto, pero se le había
presentado una hemorragia previa y el doctor sólo pudo sacar al bebé del
vientre materno. No hubo nada que hacer, Covadonga murió sin haber visto
siquiera a su pequeño, al que su madre puso por nombre Alonso, pues había
comentado con ella muchas veces que si fuese niño ese sería el nombre que le
pondría.
La pobre mujer tuvo que hacerse cargo del recién nacido y de
Pelayín que al haber estado allí todo el verano se adaptó perfectamente a estar
con sus abuelos.
PILAR MORENO 29 septiembre 2017
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