martes, 27 de agosto de 2019

DE VACACIONES CON LA ABUELA




          Marcelina, una viuda de no muy avanzada edad; a pesar de las dificultades que la vida le había ido poniendo en su camino, era una mujer con mucho arranque y ganas de vivir. Tenía cuatro nietos a cuál más preciosos y no era cosa solo suya todo el que los conocía opinaba lo mismo además estaban muy bien educados. Eran de unas edades seguidas, once, diez, nueve y casi ocho. Cuatro adorables criaturas que con su abuela se sentían en la gloria.
          Un día Marcelina hablo con sus hijos y les propuso que, ya que llevaba muchos años sin haber disfrutado de vacaciones, era justo que se tomase unos días, pero, lo que más le gustaría sería ir a un sitio tranquilo de playa, donde pudiese llevarse a los cuatro nietos y disfrutar además del clima, la playa, el sol y las demás cosas que le ofreciese ese paraje, disfrutar del cariño de esos ángeles que Dios le había dado.
          Sus hijos como ella esperaba pusieron el grito en el cielo pero, ella no se arredró y siguió dando la lata, así como los niños que se querían ir a toda costa con la abuela. Después de muchas discusiones y tiras y aflojas, al fin consintieron en dejarle los niños, ni se sabe la tanda de recomendaciones que la pobre Marcelina recibió, casi los tenía que llevar atados con un arnés para que no les pasase nada, no debía dejarlos solos ni un momento, lo que debía darles de comer, nada de chuches, nada de caprichos absurdos, etc, etc. Marcelina a todo decía amén pues era la única forma de poder arrancar con los cuatro muchachitos a su espalda.
          Una vez hubieron llegado a Torrevieja, un pueblecito alicantino, el cual suele tener las aguas bastante cálidas, se instaló en un apartamento que les habían prestado y que ella naturalmente aceptó, pues el no tener que gastar en el alojamiento, le daba margen para poder satisfacer más a su tropa.
          De entrada, en el apartamento solamente se hacía el desayuno, ella acostumbrada a vivir sola, no se iba a poner a guisar en casa ajena, de eso nada. Una vez terminado el desayuno, bajaban a la playa, los chicos lo pasaban en grande y al llegar la hora de la comida, volvían al apartamento, se bañaban en la piscina para soltar la arena de la playa y a comer a un restaurante que Marcelina había ya fichado en el cual se comía comida casera y muy bien de precio; después se subían a casa a tumbarse un poco la siesta, que como era natural la única que se dormía era Marcelina, pues los niños se dedicaban a jugar y a cualquier cosa menos dormir. Por la tarde unos buenos bocadillos de lo que los niños pidiesen, otra vez a la playa o a la piscina, lo que más les apeteciese, después subir al apartamento ducharse y acicalarse para ir a cenar a cualquiera de los chiringuitos del paseo marítimo.
          Los niños estaban disfrutando como enanos y la abuela no cabía en si de gozo de verlos tan alegres con ella. La niña que era la mayor, había hecho amistad con otra niña del bloque en la piscina y como era más mayorcita pidió permiso a la abuela para ir a dar una vuelta con esa niña y otras más que se conocían de otros años. Marcelina no vio nada malo en que la niña fuese a dar un paseo con las otras niñas y la dejo marchar no sin antes darle una tanda de recomendaciones. Los niños como cosa de chiquillos junto con otros de los que jugaban en la piscina decidieron seguir a las hermanas.
          Marcelina se quedó sentada en la terraza del chiringuito esperando a que volviesen sus excursionistas. De pronto, un apuesto caballero se acercó a ella y le pidió permiso para sentarse a su lado. Ella no vio nada malo en decirle que sí, aquella terraza estaba a rebosar y aquel hombre no parecía que tuviese nada más que ganas de charlar. En efecto así fue, el hombre muy caballeroso invitó a Marcelina a tomar una copa en su compañía y ella aceptó. Compartieron conversación, nada de importancia solamente como todos los abuelos, las palabras solamente derivaban en torno a los nietos, los esposos fallecidos, los achaques, es decir lo que suelen hablar las personas de cierta edad. José que así se llamaba el buen hombre, le propuso tomar otra copa y Marcelina se iba animando y aceptó.
          Pasaba el tiempo y los chavales no volvían, tardaban demasiado para ser la primera vez que se iban ellos solos. Marcelina comenzó a inquietarse y José trató de tranquilizarla, pero entre los nervios y las copas que había ingerido, comenzó a ponerse histérica. No había quien la calmase, cada vez que intentaba ponerse en pie, se tambaleaba cual vela de barco en día de marejada. Por más que José hacía no conseguía nada, de pronto los niños volvían y de lejos vieron que un hombre estaba tocando a su abuela. Corrieron hacia ella y se le echaron encima cual fierecillas sin domar. La niña preguntaba ¿abuelita que te pasa, que te está haciendo este hombre? Lo otros miraban con los ojos asombrados de que la abuela no atinaba a hablar y balbuceaba cosas raras. El más pequeño se limitaba a dar patadas al pobre José el cual, solo sabía decir “Niño estate quieto, que no pasa nada”.
          Cuando Marcelina consiguió por fin ponerse en pie y coordinar algo coherente, decidió ir a casa para acostarse. José muy solícito los acompañó, sujetando a la mujer pues aún no tenía mucha estabilidad. El mayor de los niños cada vez que José intentaba sujetar a Marcelina le decía “a mi abuela ni tocarla”. Al llegar al apartamento, José intentó ayudar a Marcelina a entrar, pero el tercero de los nietos rápidamente cogió el palo de la sombrilla y con él amenazó a José, si daba un paso más. El pobre hombre después de decirles que no tuviesen miedo de que no quería hacerla nada malo, se despidió de ellos diciéndoles que cuidasen mucho de la abuela.
          Los niños ayudaron a Marcelina a acostarse y ellos hicieron lo mismo, aunque no se dormían y se pusieron a hablar de las experiencias que esa noche habían tenido. El paseo que ellos habían dado en compañía de aquellos otros chicos y chicas les había conducido hasta una discoteca para menores y se lo habían pasado bomba, pero con la ilusión que les hacía contárselo a la abuela cuando volviesen a reunirse con ella, se les había estropeado al encontrarla piripi en compañía de aquel hombre al que nunca habían visto.
          Por la mañana, se levantaron muy tarde, era casi la hora de comer y Marcelina dijo que le dolía la cabeza, se prepararon y solo se dieron un baño en la piscina para refrescarse y se fueron al restaurante a comer. Al llegar se sentaron en la mesa que ocupaban diariamente, rápidamente el camarero les ofreció la carta para que eligiesen el menú y enseguida se decidieron, no habían desayunado y eso se notaba. Comieron ávidamente y con bastante silencio, a la abuela la seguía doliendo la cabeza. A los postres pidió una aspirina al camarero y le rogó que, al subir a dormir la siesta, no hiciesen ruido para que ella descansase y se le pasase aquel dolor.
          Así lo hicieron, los niños eran muy buenos y la obedecieron. Cuando se despertó, parecía estar nueva, volvió a ser la abuela de siempre, alegre, risueña y con ganas de complacerlos en todo.
          Al llegar la hora de la cena, se dirigieron al chiringuito de siempre, cenaron tranquilamente. Cuando estaban ya terminando, de pronto apareció José, educadamente les saludó y le preguntó a Marcelina como se encontraba y como había pasado el día. Pidió permiso para sentarse con ellos y la abuela se lo dio, a la vez que le pedía disculpas por el espectáculo que había dado la noche anterior. Los niños observaban con la boca abierta. José con mucha calma, les explicó lo que había pasado y el porque su abuela estaba tan excitada, él no pretendía nada más que ayudarla. Los niños lo comprendieron y en cuanto aparecieron sus amigos, pidieron permiso a la abuela, para ir a dar una vuelta como la noche anterior, pero con la promesa de no entretenerse tanto. Ella se lo dio y se quedó charlando tranquilamente con José.
          Le pidió disculpas por lo sucedido la noche anterior y cuando José le propuso tomar una copa le dijo un rotundo no. Había sentido que en lugar de cuidar ella de sus nietos, habían sido estos los que habían cuidado de ella. Esperaba que no le contasen nada de lo sucedido a sus padres pues sino no se los dejarían en otra ocasión.
          El resto de los días que quedaban de vacaciones se sucedieron de la misma forma y José era un elemento más en las veladas nocturnas.
          Cuando llegó el día de la vuelta, viajaron a Madrid también en compañía de José. La abuela y este buen hombre habían congeniado y al despedirse quedaron en volver a verse.

                    PILAR MORENO  22 agosto 2019
         
         
           
         



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