jueves, 23 de octubre de 2014

MIGUEL PÉREZ

Ese era su nombre, Miguel Pérez y Pérez. Sí Pérez y Pérez, como lo oyen, Pérez por parte de padre y también Pérez por parte de madre, dos apellidos un tanto extraños para ser españoles. Era hijo de un minero leonés y de una labradora zamorana. Salió un buen chico siendo el último de 10 hermanos. Con ellos aprendió todo lo que sabía pues de escuela nada, no eran tiempos para pasarlos en la escuela, había hambre y debían trabajar en lo que saliese para llevar un trozo de pan a la casa, que con el jornal del padre, no llegaba para alimentar a tanta prole. Al padre apenas lo veía, pues el trabajo de la mina era muy duro y muy negro y casi siempre que estaba en casa, descansaba. Los hermanos mayores le habían enseñado los valores más importantes de la vida, pero él a todas esas enseñanzas había añadido la picaresca. La madre trabajaba en lo que le salía, unas veces limpiaba en alguna casa, otras atendía en un bar etc. A Miguel lo que más le gustaba era hacer recados, se había colocado como recadero de todos los puestos del mercado municipal del pueblo, así podía repartir, tanto pescado como carne fruta, embutido, verdura, casquería es decir todos los artículos que en el mismo se vendían. Con sus grandes artes, cargaba el carrito en el cual depositaba los pedidos de todas las tiendas del mercado. Salía del mismo raudo y contento dispuesto a dejar en los domicilios de los clientes todas las viandas que le habían sido confiadas. El se las arreglaba muy bien, para siempre dirigirse lo primero, hacia una pequeña cueva que había camino de su casa, en la cual depositaba algunos de los artículos que sisaba en el reparto. De un paquete quitaba dos manzanas, de otro un filete, de otro unas sardinas etc. Al finalizar su jornada laboral, volvía a pasar por la cueva a recoger todo lo que había sustraído. Eran pequeños hurtos que pasaban desapercibidos, al ser varios a los puestos de la misma especie que hacía. Después esas viandas, se las llevaba a vender a muy bajo precio a unas chabolas de gitanos que había en las afueras del pueblo, los cuales no se acercaban a él para nada pues el señor alcalde se lo había prohibido. Con lo que sacaba, que eran cuatro perrillas, ahorraba para cuando había cine al aire libre o comprar algún helado que en su casa no se lo podían dar. Un día, el señor Agapito, vecino del pueblo muy conocido, falleció repentinamente, el zagal que era muy conocido y muy cariñoso, se acercó a dar el pésame a la viuda la señora Jacinta, una mujer a la que el chaval le daba pena de ver lo cargado que iba muchas veces y siempre le daba alguna cosilla de su huerta, de su matanza e incluso alguna propineja. Estuvo allí un buen rato, velando el cadáver y de pronto desapareció. Al rato la señora Jacinta, comenzó a sollozar en voz alta, a la vez que decía “Ay Dios que te los estás llevando, a los más hermosos”, “Ay Dios que te los vas llevando, a los más gordos”. Los presentes no daban crédito a lo que escuchaban pues realmente aquella mujer debía haberse vuelto loca, el señor Agapito, no era ni hermoso, ni gordo, todo lo contrario, era la viva estampa del Quijote. La pobre mujer repetía y repetía lo mismo una y mil veces. Tantas veces repetía la pobre Jacinta la misma cantinela, que uno de los presentes, le dijo en voz baja ¿Qué te pasa? ¿Por qué dices eso y tantas veces?. Es que tu no lo ves, claro desde donde estás sentado no puedes verlo. Es el Miguel, que no hace más que dar paseos a la alacena y se me está llevando los chorizos que hay en la orza de barro. PILAR MORENO 14 Octubre 2014

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