martes, 3 de febrero de 2015

LA CICATRIZ

Podría referirme a cualquiera de las cicatrices que la vida ha ido marcando en mi cuerpo y sobre todo en mi alma, pero no va a ser así, la cicatriz a la que me voy a referir es totalmente ajena a mi persona. Hace muchos años una amiga de la familia, ya entradita en años pues era de la quinta de mi madre, un buen día nos anuncia su casamiento. Nadie sabía que tenía una relación que la pudiese llevar al altar, ya que en aquella época era inconcebible que fuese de otra manera el casarse. Era una boda muy íntima, sólo los parientes más cercanos acudirían a la misma, dándose la circunstancia de que el novio era algo mayor que su propia madre, lo harían por la mañana muy temprano y sin ningún tipo de boato. La novia, andaluza ella, era el vivo retrato de la morena de Julio Romanero de Torres, morena, alta, guapa a más no poder. Claro está que no fuimos a la boda, pero la salida hacia la iglesia desde la casa materna no nos la perdimos. Ataviada con un vestido blanco corto muy vaporoso, una mantilla blanca preciosa y un pequeño buque de flores en su mano. A los pocos días, después de su luna de miel, tuvimos el honor o mejor dicho el horror de conocer al esposo de nuestra amiga. Como ya he comentado antes era un señor mayor en comparación con ella, en esa época debía de tener ya unos sesenta años o quizás más, muy alto, delgado, educadísimo, pero su cara era un autentico horror. Su habla gangosa impedía en muchas ocasiones comprender lo que decía y mirándole fijamente, pues como en estas ocasiones suele ocurrir, no puedes quitar la vista de su cara, daba espanto, había sufrido un accidente en una finca de su propiedad. Un toro lo había embestido desfigurándole totalmente el rostro. Le había empitonado por la boca, deshaciendo su paladar y sacándole el cuerno por un ojo. Lo recompusieron como pudieron pues en esos años, la cirugía plástica tampoco estaba tan avanzada como ahora, el ojo tenía visión aunque poca y lo que se refiere al tabique nasal, su parte superior, tapaba medio ojo, era como si en el entrecejo, tuviese un trozo de carne pegado. Mirándole por la espalda, era como Don Quijote de flaco y de piel muy negruzca, pero al mirarlo al frente, de no conocerlo era para salir corriendo. En muchas ocasiones pensé que como aquella belleza de mujer, era capaz de convivir con esa especie de monstruo. Quizás pensó que este hombre era el último tren que parase en su estación y debía cogerlo sin demora. PILAR MORENO 31 Enero 2015

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