martes, 27 de enero de 2015

TACÓN DE AGUJA

La moda, como bien decía mi abuela, era un saco con el fondo abierto, estaba colocado en un rincón y en el iban metiendo los diseñadores todo lo que ellos decían que ya había pasado. Cuando el saco estaba lleno a rebosar, le daban la vuelta y comenzaban a sacar del mismo las cosas que hacía muchas décadas habían hecho furor. Bien pues con los tacones de aguja ha pasado lo mismo, hace cinco décadas que yo, sí, yo misma utilizaba ese tipo de calzado, para mi persona unos zapatos de doce centímetros de altura, era una cosa de lo más normal. No recuerdo exactamente la edad que tenía, pero andaba entre los diecisiete o dieciocho años, un día me permití el lujo, de pedir a mi jefe permiso para ir a postular a favor de la lucha contra el cáncer. Era una persona muy rígida y no solía conceder favores a las primeras de cambio, pero por otro lado era muy católico y siempre estaba haciendo obras de caridad, era muy frecuente ver a personas subir a pedir limosna a su despacho y nadie salía con las manos vacías. Obtuve ese permiso sin ningún problema. Llegó la mañana de la cuestación y me preparé para salir a postular. Me había comprado un vestido azul marino de piqué con flores blancas y ribetes del mismo color, y a juego unos zapatos de la altura mencionada anteriormente también azul marino, con el talón abierto ribeteados de blanco con un lazo en la parte delantera y punta bastante estrecha. Me vi como un primor, salí con mi hucha y mis pegatinas en la mano, dispuesta a llenarla hasta los topes y a ser posible volver a por otra. Iba con otra amiga y la verdad es que lo pasamos bastante bien, claro está la mañana pasaba felizmente, ya hacia el medio día, los pies me comenzaban a pesar, llevaba muchas horas andando a pasitos cortos y sin poder sentarme en ningún sitio, pero yo no desfallecía, dentro de lo mal que lo estaba pasando, me sentía muy satisfecha con la labor que estaba haciendo. A la hora de la comida, tomamos un bocadillo y continuamos con nuestra labor. Al finalizarla jornada, cuando llegué a mi casa, mis pobres pies eran una completa ampolla, por la planta y por todos los lados. Tardé mucho en recuperar mis pies y en volver a colocarme aquellos dichosos zapatos. En otra ocasión, voy a relatar lo que me sucedió. Cómo siempre me ha gustado mucho dormir hasta el último momento, por las mañanas salía de casa a todo correr, a mi padre lo traía frito, era el encargado de llamarme, pues para mí los despertadores eran un estorbo. El pobre hombre se tiraba más de media hora llamándome, me quitaba la ropa de la cama, me dejaba destapada y cuando ya sentía frio me levantaba a regañadientes y protestando a más no poder. Me aseaba, me vestía y ya me tenía el desayuno preparado en la cocina para que lo tomase de pie, pues a sentarme ni de broma me daba tiempo. En lo que tomaba el café el tomaba mi abrigo y a modo de caballero andante estaba con el preparado para que yo no tuviese nada más que meter los brazos, tomaba el bolso y salía pitando, ya iba tarde como era mi costumbre. Al salir por mi puerta, la pobre Paca, la portera, estaba todos los días fregando el descansillo de la escalera, era justo cuando llegaba bajando desde el cuarto piso, haciéndolo de rodillas. Un buen día, salí tan despendolada, que tropecé con ella, con el cubo y caí rodando escaleras abajo, fui a parar al armario donde estaban los contadores del agua, me hice un daño terrible, rompí los tacones. Me levanté sin dar lugar a que ni ella ni mi padre que estaba como siempre diciéndome adiós en la puerta, me ayudasen a levantarme, todo lo deprisa que pude, volvía a subir el tramo de escaleras que me separaba del portal, menos mal que solo eran ocho escalones, pero de mármol blanco, me cambié los zapatos a la carrera y volví a salir corriendo. A partir de ese día, la pobre Paca, cuando llegaba a ese trozo, paraba su labor y esperaba a que yo saliese como una centella, se limitaba a decirme “Ya se ha ido Adolfo”, era un chaval de mi misma edad con el que coincidía todos los días cuando íbamos a trabajar, nos llevábamos muy bien y nos reíamos mucho, pero él aunque bajase antes que yo, no me esperaba, siempre me decía, no te espero porque de todas formas me vas a coger. También desde ese día por las mañanas me ponía distintos zapatos, un poco menos de tacón que por la tarde. Qué buenos recuerdos de aquella época, la añoro en cierto modo pues ahora cuando miro esos zapatos en los escaparates de las tiendas, me embeleso con ellos, me da envidia cuando veo a las chavalas jóvenes que los llevan, pero tengo que reconocer que ya ni soy joven, ni sería capaz de caminar dos pasos con ellos. La vida nos castiga con sus caprichos, es decir con los años que nos van cayendo y las renuncias que tenemos que hacer según los vamos cumpliendo. PILAR MORENO

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