martes, 17 de noviembre de 2015

EL BANDOLERO CAPELLAN

En un pueblo de la ribera del Tajuña, vivía un capellán bandolero que se dedicaba a robar a los ricos para darles el botín a los pobres. En aquella época no era el único fueron varios bandoleros los que se dedicaban a lo mismo, pues consideraban una gran injusticia que unos nadasen en la opulencia y otros pobres no tuviesen un trozo de pan que llevarse a la boca. Don Celedonio, que así se llamaba el capellán, cometía sus tropelías por la noche, cuando nadie pudiese verlo ni saber quién era. A unos les robaba una gallina, a otros un cordero, a cada uno lo que veía que menos daño le pudiese hacer por tener más de su especie. Por la amanecida, cuando él ya estaba tranquilo en su casa y había dejado en la puerta de cada pobre lo que él consideraba que le correspondía, escuchaba los gritos de los ricos vecinos alborotar, pregonando cada uno lo que le había sido sustraído por la noche, entonces, no tenía ningún reparo en unirse a ellos con la intención de dar caza al ladronzuelo y así terminar con aquella tanda de robos que cada vez estaba siendo más numerosa. Nadie por supuesto sospechaba de él, tenía que aguantar sin decir palabra las blasfemias, irreverencias, vituperios que cada uno soltaba por su boca y lo más que decía era “hijos, tened paciencia, el Señor no tiene la culpa de lo que a vosotros os ocurre”. Recemos para que los ladrones dejen de hacer de las suyas, ya veréis como dentro de poco las cosas se calmen y todo volverá a la normalidad. Pero la verdad es que los tenía ya hartos con tanta paciencia hermanos y tanto rezo que a la postre no resolvían nada. Después de mucho tiempo, la Felisa, mujer avispada donde las hubiese, decidió por su cuenta y sin comentárselo tan siquiera a su marido el Genaro, hacer guardia en los establos, pues cada cordero que les robaban, valía unos cuantos reales y no estaba dispuesta a continuar con sus pérdidas. Fue entonces cuando descubrió a Don Celedonio, vela en mano, acercarse muy sigiloso a los corrales y con mucha destreza, atrapar varias gallinas, a las que in situ retorcía el pescuezo y a dos corderos, que nadie se explicaba como lo hacía para que los animales no balasen y nadie pudiese escuchar ningún ruido en la soledad de la noche. Cuando los sacaba del lugar, ya estaban muertos y con el mismo sigilo que había entrado, salía con su carga en las manos y se disponía a hacer el reparto a las familias que esa noche les correspondiese. Fue entonces, cuando La Felisa, salió de detrás de una viga y con una horquilla, lo pinchó por la espalda y este retorciéndose de dolor, cayó al suelo dejando junto a su cuerpo el material robado. A los gritos y quejidos de D. Celedonio, se despertaron varios vecinos, acudiendo al lugar con palos y farolillos para ver de lo que se trataba. Una vez descubierto todo el pastel, comenzaron a insultarlo, amenazarlo con lo que le iban a hacer, pero el capellán era de armas tomar, en ningún momento se amedrentó, es más, les retaba y le dijo que no tenían lo que tenían que tener los hombres para atacarle, él era un hombre de Dios. Fue entonces cuando casi tambaleándose por el daño que la Felisa lo había hecho, salió a la calle protestando y diciéndoles que si ellos fuesen más caritativos, él no tendría que haberse involucrado en esa hazaña. El Cipriano, que era el boticario, lo llamó sinvergüenza, ladrón, estafador y todo lo que se le vino a las mientes. Él contestaba a todo lo que le decían con algo un poco más gordo, hasta que se volvió hacia el boticario y le dijo tú, no eres hombre has nacido de una ramera y no mereces vivir. Cipriano echó mano al cinto y sacando su trabuco le dio un trabucazo en la frente entre ceja y ceja. Así termino la vida del capellán Bandolero. PILAR MORENO 10 Noviembre 2015

No hay comentarios:

Publicar un comentario