Acostumbrada
a luchar con aquella maldita enfermedad, pasaban días y días y no quería
reconocer la realidad. La gravedad la sabía desde el primer minuto. Había
momentos en los que le veía apagarse como la llama de una vela. Otros, en
cambio, resurgía como el Ave Fénix. Esto duró casi cuatro años. Una situación
insoportable a la que se había acostumbrado y llevaba con esfuerzo y valentía.
Solo quería que siguiese subsistiendo.
Pero
llegó el día. El tan temido óbito se produjo. No lo quería creer. Sin soltarle
la mano y sin dejar de besarlo sintió aquel cuerpo ya como solo un cuerpo,
frío, inerte. Un cuerpo en el que se había alojado su querido esposo. ¡Qué
sensación tan amarga! Las lágrimas que recorrían su semblante mojaban el rostro
de su amado que ya no reaccionaba con ellas. Así permaneció el escaso tiempo
que le permitieron. Dos camilleros aparecieron en silencio. Tan solo un gesto
para indicarle que debía abandonar la habitación. Era el momento de trasladarle
a la morgue.
Aún con
las húmedas lágrimas en la cara y el frio en su piel tenía que decidir y
tramitar el último adiós. Siguió sus deseos. Le aterraba pensar que se iría
consumiendo lentamente para ser alimento de gusanos. Siempre expresó su deseo
de ser incinerado. Como sus padres. Ella cumplió sus deseos y las cenizas, que
de aquel cuerpo quedaron, no fueron recogidas. Aquello eran solo cenizas y nada
más.
Acudió al
acto con el alma rota, pero no fue capaz de ponerse de luto. A él no le gustaba
verla vestida de negro. Se lo repetía constantemente. Sigue con tu vida -le
decía- con tu alegría. Pero eso era imposible. Se vistió de valentía e hizo
todo lo que estaba en su mano para complacerlo… aunque él ya no estuviese.
Un adiós
y volver a la normalidad. ¡Qué difícil! Muy difícil. Cada noche sentía como su
vida se iba apagado. Los días y las horas se le iban escurriendo entre los
dedos. Después llegaba el día y había que hacer por vivir. Por seguir adelante.
No podía ni debía pararse en el tiempo. Tengo unos hijos y unos nietos que son
mi vida, - se decía cada mañana- Por ellos tengo que luchar. Seré útil. Hay que
seguir viviendo. Y cada mañana esa rutina le hacía vivir.
Pero no
olvidar. No se puede olvidar a alguien a quien tanto has querido. A quien ha
compartido la mayor parte de tu vida. A tu compañero durante cuarenta y ocho
años. El padre de tus hijos. Tu cómplice. Tu amigo. Hasta que no lo perdió no
pensó lo mucho que lo quería.
Basado en
un hecho real
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