domingo, 7 de junio de 2020

EL DESENLACE


Acostumbrada a luchar con aquella maldita enfermedad, pasaban días y días y no quería reconocer la realidad. La gravedad la sabía desde el primer minuto. Había momentos en los que le veía apagarse como la llama de una vela. Otros, en cambio, resurgía como el Ave Fénix. Esto duró casi cuatro años. Una situación insoportable a la que se había acostumbrado y llevaba con esfuerzo y valentía. Solo quería que siguiese subsistiendo.

Pero llegó el día. El tan temido óbito se produjo. No lo quería creer. Sin soltarle la mano y sin dejar de besarlo sintió aquel cuerpo ya como solo un cuerpo, frío, inerte. Un cuerpo en el que se había alojado su querido esposo. ¡Qué sensación tan amarga! Las lágrimas que recorrían su semblante mojaban el rostro de su amado que ya no reaccionaba con ellas. Así permaneció el escaso tiempo que le permitieron. Dos camilleros aparecieron en silencio. Tan solo un gesto para indicarle que debía abandonar la habitación. Era el momento de trasladarle a la morgue.

Aún con las húmedas lágrimas en la cara y el frio en su piel tenía que decidir y tramitar el último adiós. Siguió sus deseos. Le aterraba pensar que se iría consumiendo lentamente para ser alimento de gusanos. Siempre expresó su deseo de ser incinerado. Como sus padres. Ella cumplió sus deseos y las cenizas, que de aquel cuerpo quedaron, no fueron recogidas. Aquello eran solo cenizas y nada más.

Acudió al acto con el alma rota, pero no fue capaz de ponerse de luto. A él no le gustaba verla vestida de negro. Se lo repetía constantemente. Sigue con tu vida -le decía- con tu alegría. Pero eso era imposible. Se vistió de valentía e hizo todo lo que estaba en su mano para complacerlo… aunque él ya no estuviese.

Un adiós y volver a la normalidad. ¡Qué difícil! Muy difícil. Cada noche sentía como su vida se iba apagado. Los días y las horas se le iban escurriendo entre los dedos. Después llegaba el día y había que hacer por vivir. Por seguir adelante. No podía ni debía pararse en el tiempo. Tengo unos hijos y unos nietos que son mi vida, - se decía cada mañana- Por ellos tengo que luchar. Seré útil. Hay que seguir viviendo. Y cada mañana esa rutina le hacía vivir.

Pero no olvidar. No se puede olvidar a alguien a quien tanto has querido. A quien ha compartido la mayor parte de tu vida. A tu compañero durante cuarenta y ocho años. El padre de tus hijos. Tu cómplice. Tu amigo. Hasta que no lo perdió no pensó lo mucho que lo quería.

Basado en un hecho real

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