Marcelina estaba deseosa de que llegase el verano. Volvería a
proponer a sus hijos que la dejasen pasar unos días de vacaciones a solas con
sus nietos. El pasado año había sido divertido y rejuvenecedor para ella.
Pensaba repetir la experiencia. Los niños iban creciendo y ya le darían menos
guerra. Se portaban extraordinariamente bien lejos de sus padres que, en
realidad, es cuando los niños mejor se portan. Para ella era un festejo poder
disfrutar de su compañía. Iba preparando el momento de pedirle a su amiga que
volviera a prestarle el apartamento, como el año anterior. No podía pagarle
demasiado, era una pensionista sin demasiados posibles, pero estaba segura de
que su amiga lo entendía y por una módica cantidad pasarían esos quince días de
diversiones.
Ya estaba casi todo arreglado, solo faltaba el consentimiento
de sus hijos. Los niños lo habían pasado muy bien con la abuela, por lo que
suponía, casi con toda seguridad, que le concederían ese deseo. Al tiempo les
serviría a ellos para “librarse” de sus hijos y disfrutar de la soledad que en
todo matrimonio viene bien.
Repentinamente, en el mes de marzo, cuando Marcelina casi lo
tenía todo previsto, se declara una pandemia. ¿Quién sabía lo que era aquel
bicho? Se comenzó a saber que la gente se moría sin remedio. A los niños
parecía no afectarles. Sin embargo, a los mayores, la parca, se los llevaba en
dos o tres días. Sin tiempo a recuperaciones.
Y ahora ¿Qué? Qué vacaciones podía proponer a sus hijos para
escapar con sus chiquillos como ella decía. Se habían cerrado las fronteras. Ni
siquiera se podía viajar entre provincias del mismo país. No se podía salir de
casa sin mascarillas. Se impusieron horarios desconociéndose el tiempo que
aquello, que nadie sabía bien qué era, podría durar. La pena se adueñó de
Marcelina. Lloraba sin consuelo. No dejaba de pensar si volvería a ver a sus
nietos. Las noticias hablaban del peligro en las personas mayores y de alto
riesgo. Ella era una de esas personas.
Los deseos y el desánimo se mezclaban entre sus pensamientos,
en los que siempre tenía a José. Aún con el dolor y el pensamiento triste por
lo que estaba ocurriendo, recordaba como los niños, el pasado verano, le
patalearon y amenazaron con el palo de la sombrilla si se acercaba a su abuela,
sin comprender, en un principio, que solo quería ayudarla, pues ella había
tomado una copa y le había sentado mal. Qué momentos tan bonitos habían vivido
juntos. José ya no estaría nunca más. En el invierno había tomado un viaje sin
retorno.
No había perspectivas de que aquello que había sobrevenido tan
de repente pudiese terminar. Era ya mediado el mes de junio y todo seguía
igual. Los restaurantes apenas servían comidas. Las playas limitadas y
guardando unas distancias de seguridad muy extremas. Más y más normas.
Marcelina comprendió que era inútil pedir a sus hijos un esfuerzo para que le
dejasen viajar con los niños.
Era imposible. Ella misma no se atrevía ni a salir de casa.
Tenía miedo. Llevaba más de tres meses sin ver a los niños y no podía
arriesgarse a llevarlos de vacaciones en esas condiciones, sería un error
imperdonable. La oportunidad de gozar de sus nietos en unas vacaciones a solas
con ellos había quedado trancada por aquel bicho. Desconsolada se preguntaba: -
¿Tendré otra oportunidad?
PILAR
MORENO 10 junio 2020
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