miércoles, 22 de enero de 2014

DOMINGOS MUY DE MAÑANA

A las nueve, todos los domingos tenía la obligación de ir a misa a mi colegio. Como se puede suponer era un colegio de monjas en el que las faltas a esa obligación era muy a tener en cuenta, por eso, no me saltaba ninguno acompañada por mi abuela. A la salida, siempre nos dirigíamos al cementerio de La Almudena en donde reposaban los restos de mis dos tías y mi abuelo. A la llegada, caminando por entre esbeltos cipreses que parecían espadas en alto abriéndonos el camino, nos dirigíamos hasta la tumba, en donde esos cuerpos esperaban las flores dominicales con que se les honraba. Allí pasábamos el resto de la mañana, arreglando la lápida y rezando sin parar. La abuela decía que era su único consuelo y el último tributo que podía darles. Claramente se veía en su rostro que allí, desde hacía mucho tiempo es donde estaba su corazón, ese corazón roto desde que hubo de enterrarlas, siempre decía “Mil maridos antes que un hijo”, ese era su sentir y así lo fue hasta su partida. Cuando llegó su marcha definitiva, a ese mismo lugar fue parar su cuerpo. Yo que tantas veces y a lo largo de tantos años había ido a acompañarla, me sentía con la obligación de ir cada domingo a rendirle tributo aunque por entonces todavía era una niña. Al llegar al campo santo, ese que parece un auténtico museo de maravillosas esculturas y en el que se guardan tantos cuerpos, andando entre los cipreses silenciosos, me parecía escuchar el paso cansado y lento de la abuela cuando a mi lado caminaba. Solo era mi recuerdo y lo que de menos la echaba. Pasaron varios años en los que sola repetía mi habitual paseo, después llegó el día de mi boda y no podía dejar de depositar mi ramo de novia en su tumba y con eso honrarla. Los años pasaron y aunque mis visitas ya se hacían más espaciadas, de vez en cuando volvía a rezarla. Cuando a mi padre le llegó su hora, bajo esa misma fosa, con mis ojos vi meter su caja, asomándome a ella vi que allí ya no quedaba nada. Sollozos, desilusión y una tristeza muy amarga, hicieron que de ese lugar casi me olvidara por completo. ¿Qué quedará allí dentro?, seguro que nada de nada, es lo que me preguntaba. Después acompañando a mi madre, algunas veces volví a visitarla, cuando está allí también quedó, nunca volví. Esos cipreses que adornan el paseo, a mi paso parecía que hablaran, “No vengas niña, recuérdalos desde lo más profundo de tu corazón”. PILAR MORENO – Enero 2014

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