martes, 23 de febrero de 2016

EL HOMBRE AGOTADO

Corrían los años cuarenta del siglo XX, aquel hombre había nacido en un pueblo muy pequeño y casi deshabitado y contando tres meses, lo trajeron a Madrid en donde fue criado por su madre y sus hermanos ya que él era el pequeño y el padre había fallecido. Con mucho esfuerzo, aprendió las cuatro reglas que por entonces se decía y fue trabajando de lo que salía ya que eran tiempos en los que había que conformarse con tener trabajo. Andando el tiempo, conoció a una chica algo más joven que él y comenzó a pretenderla, ella era pantalonera y trabajaba en su casa, con alguna aprendiza que le ayudaba y cuidada por sus padres con todo mimo pues era hija única. Salieron durante algún tiempo y querían casarse pero lo que él ganaba apenas daba para mantenerse él solo. Por un conocimiento de su hermano mayor, que había logrado trabajando sin descanso hacerse con una pequeña imprenta de su propiedad, lo colocaron en un banco como corrector de imprenta y eso ya era otra cosa. Ya trabajaba en un banco y aunque el sueldo seguía siendo mísero, decidieron casarse y quedarse a vivir en casa de los padres de ella y así de paso ella podía seguir trabajando en su oficio. De aquella forma y manera se casaron y tal como habían planeado, comenzaron su nueva vida. Pronto llegaron los hijos y aquel sueldo era insuficiente a todas luces, menos mal que el suegro trabajador incansable arrimaba el hombro todo lo que podía y les ayudaba a salir de las penurias que hubiesen pasado de no ser así. Eran años duros, la posguerra civil, hacía que hubiese que comprar muchas cosas de estraperlo, con lo que lo poco que se ganaba se convertía en menos. Los artículos necesarios que se compraban a los estraperlistas, costaban bastante más que si se hubiesen comprado en un comercio normal. Mucha gente comerciaba con lo que les quedaba de sus cartillas de racionamiento e incluso hubo gente que se hizo con pequeñas fortunas. Nuestro hombre que solo trabajaba por las mañanas como empleado de banca, comenzó a velar como antes se decía (hacer horas extraordinarias) y de esa forma sacaba mucho más dinero que de su propio salario, aquellas horas las pagaban extraordinariamente bien. El trabajo no lo mataba, estaba claro, simplemente pasaba muchas horas fuera de casa. Claro que para lo que hacía dentro, tampoco lo echaba nadie en falta. Cuando llegaba el sábado a mediodía a casa, directamente se metía en la cama pues estaba agotado. Su pobre esposa, le llevaba la comida a la cama, el café, la copita y a dormir. Por la noche la misma operación y el domingo todo igual. No se levantaba para nada, ni para ir al servicio, pues era costumbre en aquella casa, tener un orinal junto a la mesilla de noche, así como un botijo de barro por si tenían sed el señor durante la noche. El lunes de amanecida, se levantaba con mucho esfuerzo y haciendo constar a su mujer que aquello no era vida, no había descansado lo suficiente, seguía agotado. Pasaron los años, los hijos crecieron y la situación económica se fue normalizando. En cuanto vio nuestro hombre que aquello sucedía, dejó de velar pero no así de empalmar el sábado con el lunes. Si a muchas personas que le escuchasen decir lo cansado que estaba y hubiesen sabido en lo que consistía su trabajo, se habrían tirado por el suelo de la risa. Como ya he comentado, era corrector de imprenta y en lo que consistía su trabajo era en revisar que estuviesen bien escritos todos los folletos y papeles bancarios que hubiese que rellenar en ventanillas etc. Con uno que viese era suficiente para dar el visto bueno antes de imprimir. Cuando llegó la hora de su jubilación, no dejó pasar ni un día después, el mismo día, firmó los papeles y marchó para su casa. Entonces ya no juntaba el sábado con el lunes, ahora ya se levantaba todos los días a la una o las dos de la tarde, comía y se daba una buena mocholá con los codos apoyados sobre la mesa. Por las noches más de las doce era un escándalo acostarse para él, con lo cansado que estaba. En aquella casa se usaba cocina de carbón y leña aún siendo pleno centro de Madrid, bien pues el carbón lo subía el carbonero, pero las astillas para encender, iba su pobre suegro a una carpintería de un conocido que se las regalaba o si no era así se las daba por muy poco dinero, él nunca lo acompañaba y eso que el pobrecillo estaba ya bastante enfermo. Cuando el suegro muere, no le queda más remedio que ir a él a por ellas. Vaya trabajo que se había buscado, tener que cargar peso con lo viejo que ya estaba él y lo que había trabajado a lo largo de su vida. Pues bien, lo que no sabíamos era lo ingenioso que era. Tenía un hombrecillo con el que hablaba en la carnicería de los primos que estaba justo debajo de su casa y lo convenció para que cuando fuese a por las astillas, lo acompañase. Bien lo acompañaba si, hacían el camino de ida juntos y el de vuelta, el que venía cargado era el amiguete y el traía las manos en los bolsillos. Paraban de nuevo en la carnicería y desde allí, llamaba al portero del edificio para que las subiese hasta su casa, era un cuarto piso y el ya no estaba para cargar tanto peso. Cuando subía a comer, le contaba a su esposa que estaba agotado, eso era mucha carga ya para los años que tenía. Ella buena conocedora de lo trabajador que era y que ya estaban solos los dos y que no se movía para nada, pidió marcharse a una residencia para ella poder descansar pues sabía que si se ponía enferma, igual por no levantarse no llamaría ni al vecino para que la socorriese. Lo consiguió, se fueron a la residencia y vivieron unos cuantos años juntos y en muy buen estado. Cuando un día lo tuvieron que ingresar pues se había puesto enfermo, cuando llegaron los hijos a verle, se había muerto sentado en la cama, estaba tan agotado que no le dio tiempo a tumbarse. PILAR MORENO 20 Febrero 2016

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