jueves, 4 de abril de 2013

EL REGRESO



Por aquel andén, recorriéndolo de una punta a otra, meditabunda, apesadumbrada, con los pies arrastrados por el suelo, parecía que no podía con su peso, como si una gran fuerza superior se lo impidiese. De vez en cuando, miraba pero sin ver, aquellos alrededores, no eran los mismos, todo le era extraño ¿Cuánto había cambiado todo aquello? ¿Sería el mismo lugar de siempre? No estaba la vieja cantina, el lugar en donde ella nació. Donde sus padres trabajaban sin descanso. También había desaparecido la bomba de agua con la que surtían a las máquinas de vapor. No olía a carbonilla como cuando ella era niña y al asomarse a las vías, ya no veía el humo que echaba la máquina que se acercaba al andén. El factor, que con su gorrita y banderín rojo tan característicos, daba la salida al tren. Tampoco estaba el edificio de la vieja estación, aquel que con alevosía y nocturnidad hicieron desaparecer de un plumazo y que tan conocido era para ella, era uno de sus sitios de juegos favoritos. El ir y venir de viajeros. Era estación principal y allí paraban muchos de los convoyes de largo recorrido.  Miraba por encima de la tapia de soslayo y tampoco estaba la vieja fábrica de “MADE”, aquella fábrica que durante tantos años dio de comer a gran parte de las familias de Collado Villalba y de muchos de sus alrededores. En su lugar habían construido un barrio de nuevos edificios, el Barrio de la Estación que así lo llamaban ahora, era muy bonito y muy grande si pero...Todo estaba cambiado. Ella tenía miedo, si miedo a que nadie la reconociese y a lo que sería de su vida de ahora en adelante.
Edelmira Beltrán, una mujer de 75 años, regresaba a su pueblo natal. Cuando de él salió, era apenas una mocosa y ahora regresaba con el pelo cano por completo, una pequeña maleta con las pocas pertenencias que tenía. Después de pasear larguísimo rato por el andén, se dejó caer en uno de aquellos bancos, tampoco eran los bancos de madera de entonces, ahora relucían, era de metal plateado. Comenzó a recordar, ella nació en plena guerra civil, en el año 1937 en agosto concretamente, hacía un año que había comenzado la contienda. Sus padres los cantineros de la estación, resistieron allí todo lo que pudieron y ella mientras crecía ajena a las dificultades que para sacarla adelante ellos tenían que pasar. Desde muy chica la estación fue su hogar. No había el gentío de ahora, pero casi todo el mundo la conocía. Edel, la llamaban cariñosamente, era la hija de los cantineros. Cuando terminó la guerra, siguieron trabajando pero no se sacaba lo suficiente, por eso el padre tuvo que ir buscando otros trabajos, la mayor parte de ellos como albañil, por eso cuando el 1º de Abril de 1941 se inició la construcción del Valle de los Caídos,  comenzó a trabajar allí, hasta el final de la magna obra en 1959. Mientras, su madre continuaba llevando la cantina. También aprovechaba algunos ratos para ir a lavar al río Guadarrama sus ropas y las de algún vecino que se lo solicitase, eran tiempos en los que había que hacer cualquier cosa para ganar unos céntimos. Todo venía bien. Ella iba creciendo y ayudaba en lo que podía. Acudía a la Escuela Primaria “Carlos Ruiz” que así se llamaba, era una pequeña, de pueblo, pero allí aprendía con avidez, todo lo que los maestros le enseñaron, pues aunque eran malos tiempos, como sus padres decían debía al menos aprender las cuatro reglas. También le vinieron a la mente las imágenes de la Iglesia de Santiago Apóstol, pequeña y recoleta y que fue casi destruida durante la refriega. Una vez terminada la misma, hubieron de habilitar el Club Paraíso para ofrecer la Eucaristía, hasta la reconstrucción de la parroquia. Después ese club, lo convirtieron en el cine del pueblo y tiempos más tarde fue el salón de baile.
En el año 1950, su madre decidió dejar la cantina y marcharse del pueblo. Fueron a vivir a Guadarrama un pueblo cercano, en el que creyó que habría más posibilidades de sobrevivir en mejores condiciones, al menos estaba más cerca del marido que seguía trabajando en el Valle de los Caídos. Allí Edelmira entró en un taller de costura como aprendiza, no se le daba mal como decía doña Gertrudis la maestra, solo contaba con trece años de edad y lo poco que le pagaba era lo suficiente para ayudar a su madre que se había colocado como cocinera en el Preventorio del pueblo, el cual había creado la dictadura franquista para evitar que los niños fuesen contagiados de tuberculosis, debido a las necesidades que conflagración había producido. En aquel lugar fue feliz, aprendió bien el oficio y cuando su padre terminó el trabajo ya contaba ella con 22 años. Don Germán, su padre, al concluir aquella obra y después de tantos años en ella, había salido hecho un gran oficial, con lo cual el jefe con el que había estado desde siempre, le propuso ir a Salamanca de donde él era para seguir trabajando a sus órdenes.  Era bueno el salario que le ofreció y sin dudarlo marcharon los tres para esa bonita ciudad a probar suerte.
En Salamanca, arrendaron un pequeño pisito en el cual Edelmira pudo poner su pequeño taller de costura. En un principio cosía para la gente vecina y poco más, pero a medida que el tiempo pasaba, fue haciéndose con una clientela más selecta. Su madre doña Eusebia, le ayudaba en la costura y de esa manera fueron saliendo adelante bastante bien. Tenía Edelmira poco tiempo para salidas pero alguna amiga tenía sobre todo chicas del barrio y de cuando en cuando se permitía ir al cine o a algún baile que la invitasen. En uno de esos bailes, conoció a Fernando, un chico de buena apariencia que desde el principio comenzó a galantearla. Era cerrajero, oficial y aunque no era el dueño de la cerrajería, el jefe tenía puesta su confianza en él. Edelmira no se dejaba engatusar fácilmente, era bastante sensata y lo único que en ese momento le interesaba era su trabajo, para lo demás ya habría tiempo. El muchacho no la dejaba ni a son ni a sombra y casi no podía salir a la calle sin tropezarse con él. Tanto insistía que al final comenzaron a salir. Era galante, adulador, solícito, cariñoso a más no poder y al final calló en sus redes.
 Una mañana, mientras cortaba un vestido, sintió un gran mareo, una cosa muy extraña que nunca le había sucedido, su madre muy alarmada le hizo acostarse, mientras ella iba preparándole una tisana. Nada más comenzar a beber la manzanilla, una tanda de arcadas comenzaron a darle que fue incapaz de poder terminarla. Doña Eusebia, como mujer madura pensó lo que podía pasarle a su hija pero no quería decir nada, habría que esperar un poco por si aquello era pasajero y ella estaba equivocada No fue así, Edelmira estaba embarazada. Cuando le comunicó a Fernando su situación, este se quedó blanco como el papel, pero al cabo de un rato reaccionó y le dijo que no se apurase. Esa misma tarde, al salir del trabajo, se presentó en casa de Edelmira y hablo con sus progenitores. Él era un hombre de palabra y como tal actuaría, se haría cargo de la criatura y se casaría en breve con su amada, pues habían de saber que él estaba locamente enamorado de Edelmira. Como en aquellos tiempos se hacía, una mañana a las ocho y con los familiares más íntimos se casaron por la Iglesia como mandaban los cánones. Se quedaron a vivir  con los padres de Edelmira. Ella seguiría trabajando como siempre y el niño lo atendería ayudada por su madre. Llegado el momento del parto, le atendió una comadrona del barrio, todo iba bien pero el niño venía al mundo con dos vueltas de cordón umbilical al cuello y en el último tramo del parto se asfixió. El dolor fue tremendo para Edelmira, ¿cómo le podía haber sucedido aquello? Ahora que estaba feliz y se había hecho a la idea de criar a su hijo que, aunque en un principio no fue deseado, una vez que comenzó a sentirlo dentro de su vientre y con la ilusión puesta por Fernando, era lo que más deseaba en el mundo.
Pasaron unos años y Edelmira no conseguía quedarse embarazada de nuevo. Su marido seguía enamorado de ella como el primer día, pero ella desde lo del niño, parecía haberse enfriado, cual café en taza en puro invierno. Una mañana, tocaron a la puerta mientras ella con su madre estaban trabajando. Era un hombre que traía un recado. Habrían de ir de inmediato a la Casa de Socorro, pues su padre había sufrido un accidente y allí lo habían llevado. Avisaron a la vecina, para que ésta corriese a comunicárselo a Fernando y ellas salieron de inmediato hacia donde el hombre les había indicado. En efecto, cuando llegaron allí estaba el padre, pero muerto, le había caído una viga encima y lo había aplastado el tórax, no hubo salvación para él por más que intentaron reanimarlo. A las dos se les cayó el mundo encima. Ahora que los tres estaban juntos, felices ¿por qué  le había pasado esto a su padre? no se hacía a la idea de no tenerlo ya con ella. Lo enterraron allí mismo pues entonces era muy caro el trasladarlo a su pueblo natal. Pasado el novenario, Edelmira y su madre siguieron trabajando como siempre aunque, muy apenadas eso sí, pero la vida seguía y no había más remedio que seguir adelante.
Edelmira, cada día se alejaba un poco más de su esposo, no le apetecía nunca yacer con él, siempre tenía alguna excusa, sobre todo la del trabajo, habría que entregar alguna prenda al siguiente día, o probar alguna clienta, encargos urgentes, todo valía para evitar el acercamiento. Fernando fue dándose cuenta de lo que ocurría y aunque nada decía, se las iba arreglando para llegar cada día un poco más tarde a casa, alegando también el mucho trabajo que había en la cerrajería. Pero lo que si hacía, era echar algún vinito con los amigos y más tarde comenzó a visitar un burdel. Allí se desahogaba como hombre y se sentía mimado por una de las meretrices con la que se había amancebado en varias ocasiones. Llegó a enamorarse, aunque para ella sólo era un cliente más, el cual la trataba con más distinciones que otros. Ese amor, llegó a convertirse en obsesión y ya no había un solo día en el que no fuese a visitarla y a pasar un buen rato a su lado. Como los celos no llevan a ningún buen puerto y menos en esas circunstancias, la exigía que le hiciese cosas que a la muchacha no le apetecían en absoluto.  En varias ocasiones, la cogió del cuello y parecía que la iba a estrangular. La mordía los pechos y le dejaba señales para que no pudiese estar con otros, en fin aberraciones tales, que la pobre chica llegó a cogerle miedo. Una noche, después de hacerla el amor, pretendía que le jurase que no volvería a estar con nadie más que con él. Ella le dijo que eso no era posible, se debía a su trabajo y si se negaba a estar con otros clientes, la madame la echaría a la calle y entonces de que iba a vivir. Tan furioso se puso, que cogiéndola de los brazos con gran dureza, la tumbó sobre el catre y allí mismo la asfixió con la almohada. Salió de la habitación dando un portazo y se fue a la calle. Cuando las compañeras advirtieron que Laura no salía, tocaron a la puerta y al no recibir ninguna respuesta, decidieron entrar y allí se encontraron con el cadáver.  No tardaron en saber quien había sido el criminal y a buscarlo a su casa fueron rápidamente, dándole preso casi desde el primer momento.
Fue un duro golpe para Edelmira, ella sospechaba que su marido debía tener una amante, pero nunca imaginó que sería en un  prostíbulo donde descargaba sus ansias pasionales. Mucho menos que por celos hubiese sido capaz de matar a alguien. Llegó a pensar que podía haber sido ella la que hubiese muerto de no ser porque  siempre estaba trabajando en casa y en la compañía de su madre. Pasó varios años en la cárcel, durante los cuales alguna visita le hizo, pero más bien por compasión que por cariño. Estuvo preso seis años y debido a la humedad y al frío de aquella tierra, enfermó de tuberculosis y en poco tiempo murió. Se quedó Edelmira viuda con 35 años y con su madre. Era una viuda joven todavía que podría rehacer su vida si llegase la ocasión. Pasaron cinco años y madre e hija seguían cosiendo sin parar, ahora era solo ese el dinero que entraba en la casa. A su madre le había quedado una mínima pensión que apenas si daba para nada. Doña Eusebia, poco a poco se iba aletargando, comenzó a tener una demencia senil, la cual ya no le permitía ni trabajar ni hacer nada, más bien era una carga para la hija que debía ocuparse de casa, madre y trabajo. Una vecina, Lorenza que también era viuda, la ayudaba de vez en cuando a cambiar a Eusebia pues ya no se movía de la cama y se ensuciaba encima. Edelmira casi no podía hacerlo sola pues era un cuerpo que no colaboraba en la tarea. Estuvo en esta situación seis años, hasta que un día, cuando fue a levantar a su madre para darle el desayuno y cambiarla, se la encontró muerta. Otro golpe para Edelmira que en esta ocasión se quedaba completamente sola con 46 años. La enterró junto al padre, así estarían juntos por toda la eternidad.
Fue entonces, cuando Edelmira decidió ir a visitar en Cantabria a unos familiares que residían en Santillana del Mar. Fue muy agradable el desconectar de todo lo malo que había pasado últimamente, muchas penas acumuladas y necesitaba un respiro. Trabajando sin parar desde que era una niña ya era hora de tomar un breve descanso. La acogieron con agrado, eran muy amables con ella y le presentaron a todos los vecinos del pueblo con gran entusiasmo. Uno de esos vecinos, tenía mucha amistad con la familia de Edelmira y era el carnicero del pueblo, Demetrio, un hombre soltero, cincuentón, que vivía con su madre ya mayor, el cual nada más ver a Edelmira, se enamoró de ella. En los días que estuvo allí, aprovecharon los familiares para que les cosiese varias piezas, con lo que se ganó la fama en el pueblo de buena costurera. Al llegar la hora de partir, Demetrio le declaró su amor, prometiéndole que le escribiría y que esperaba ser correspondido. Si aceptaba su propuesta, la haría su esposa y si era de su gusto podría seguir cosiendo cuanto quisiera.
A Edelmira, tampoco le pareció mal Demetrio, ella volvió a su casa y estuvo pensando más de un año en si le convenía aceptar la propuesta que el carnicero le hizo. Podría ser que al final de sus días fuese feliz en un lugar tranquilo y bonito como era aquel precioso pueblo y alejarse del sitio donde tanto había sufrido. Tuvo muchas conversaciones con Lorenza, tenían muy buena amistad, y era con la única persona que podía desahogarse, la cual conocía muy bien la trayectoria de su vida y sabría aconsejarla debidamente. Demetrio, la seguía escribiendo, raro era el día que no recibía una carta de él. La decía cosas bonitas, iba conquistándola poco a poco, aunque por otro lado ella tenía miedo de volver a equivocarse como le había pasado con Fernando. De todas formas, ahora sería muy distinto pues ya no podría tener hijos y si no lo consideraba ya no se vería atada a él de por vida.
Edelmira animada por Lorenza, tomó la decisión, iría nuevamente a Santillana del Mar y hablaría seriamente con Demetrio. Así lo hizo y cuando llegó al pueblo, la alegría de Demetrio y de sus familiares fue rotunda, enorme. Se convertiría en un miembro más de la familia. Él le propuso que siguiese, si era su deseo, con la costura, siempre y cuando lo tuviese bien atendido. Volvió a su casa a recoger sus pertenencias y se trasladó de nuevo al pueblo para casarse con Demetrio. Celebraron una boda íntima, los dos eran mayores y no se necesitaban grandes dispendios para ser marido y mujer. Fueron a vivir a casa del novio, como era natural, era donde él había vivido toda su vida con su madre y ahora que estaba mayor, no la iba a abandonar. Demetrio le dejaba  lo que sacaba de sus costuras fuese para sus caprichos, como él decía. Éste tenía dos hermanas y la carnicería había sido del padre, por lo tanto, él la trabajaba, pero los beneficios había que repartirlos entre los tres hermanos y la madre. Cuando Edelmira se dio cuenta de esto, lo que sacaba de sus costuras, lo guardaba directamente, no para caprichos, si no pensando en el mañana, por lo que pudiese pasar. Pasaba el tiempo y la suegra, cada vez se iba poniendo más relocha, como dicen por allí. Había que atenderla en muchas cosas, comidas baños, etc... Edelmira, era la que estaba en la casa y la que se cargó con toda la tarea, una de las hermanas de Demetrio, Maruja, decía que ella tenía mucho trabajo con sus hijos, el huerto y la casa y no se podía hacer cargo de la madre. Le llegó a decir, “atiéndela tú que para eso te has casado con mi hermano y estás en su casa”, Paquita, la otra hermana, era más comprensiva y aunque también tenía muchas labores, cuando la cosa se fue poniendo peor, colaboraba todos los días en la atención a la madre. Pasados cuatro años, la anciana murió y fue entonces cuando Edelmira creyó que iba a comenzar a ser feliz en su matrimonio. Demetrio, no superaba la muerte de la madre, era como un ternero al que destetan de repente. Cayó en una depresión y apenas atendía el negocio. Iba pasando el tiempo y los clientes habían aprendido otros comercios que les atendían a tiempo y él se fue quedando prácticamente sin clientela. Aquello iba de mal en peor. Tuvo que terminar por cerrar la carnicería y repartir con las hermanas el dinero. Él se quedó con una pequeña pensión que le dieron por la invalidez permanente. ¡Qué desastre!
Ella siempre pensaba en el que dirá la gente si le dejo, pero estaba harta de aguantar, que vida había llevado, todo le había salido mal. Por respeto a los familiares que se lo habían presentado y por no dar escándalo, siguió cuidando de Demetrio. Se había convertido en un niño pequeño que lo único que hacía era asearse y comer por su cuenta, lo demás era una carga para Edelmira. Una mañana, Honorato, un vecino que iba prácticamente todos los días a ver a Demetrio, le preguntó a Edelmira que como podía soportar esa situación. Pues ya ves, con resignación le contestó ella. Es que tú todavía andas joven y de buen ver y que te queda para vivir si sigues aquí. Tengo 55 años y me he enterrado en vida. A partir de ese día, Edelmira y Honorato tenían grandes conversaciones, ella seguía cosiendo en el pequeño taller que había montado, se había hecho un nombre en las poblaciones vecinas y no le faltaba el trabajo. Honorato se pasaba allí grandes ratos. Día tras día, la amistad se fue afianzando entre los dos. Demetrio cada vez se enteraba de menos cosas, estaba más ausente, por eso Edelmira y Honorato comenzaron a tener una relación ilícita por supuesto, ya que los dos estaban casados, pero se agradaban y pasaban buenos ratos juntos, incluso la mujer de Honorato era clienta suya y se  tenían bastante confianza. Muchos años estuvieron en esta situación. Edelmira procuraba no gastar más que la pensión de Demetrio y si tenía que arrimar algo, que fuese lo menos pues no sabía que sería de ella si el faltaba. Su esposo empeoró y hubieron de ingresarlo, en el hospital comarcal. Edelmira como buena esposa no se separó de él hasta que dio el último suspiro. Nuevamente era viuda y lo que estaba claro es que seguiría con Honorato mientras pudiese, pero la situación familiar para ella, comenzó a complicarse. Las hermanas de Demetrio, una vez pasado el duelo, le reclamaron la casa, les pertenecía por ley, su hermano no había dejado testamento y ellas debían disponer de ella ya que había pertenecido a sus padres y anteriormente a sus abuelos.
Edelmira no puso reparos, solamente les pidió que tuviese compasión pues era el sitio donde ella trabajaba y el medio que tenía de ganarse la vida. La pensión que le quedó de Demetrio no era grande y mientras pudiese coser le serviría de ayuda para el día en que ya no pudiese trabajar. Accedieron a hacerlo aunque de mala gana por parte de Maruja, pero eso sí, les pagaría un alquiler. Ella no se negó y llegaron a un acuerdo.
La relación con Honorato siguió adelante, pero cada vez se veían más espaciadamente, los dos eran muy mayores y las ganas ya no respondían. Él enfermó también de la próstata, un cáncer, que aunque iba tirando y no parecía que fuese a tener pronto  un fatal desenlace, ella no quiso padecer una muerte más. Fue cuando cogió lo poco que tenía, sus pequeños ahorros y las cuatro cosillas que le cogieron en una pequeña maleta y puso rumbo a su Villalba natal.
Cuando llegó a la estación y se apeó del tren, el mundo se le vino encima, no conocía nada, todo le parecía extraño, nuevo. Por eso daba vueltas por el andén, pensativa, ¿se habría confundido de pueblo? no era posible, bien claro lo ponía en las placas. Collado Villalba. Ahora allí sentada en ese banco, repasó su vida y en cada chica joven que veía apearse a algún tren se veía reflejada, ¿al cabo de los años le pasará lo que a mí? No sabía qué hacer ni a dónde dirigirse, en la plaza de la estación, comenzó a recordar, vivía una compañera suya del colegio, Dorotea, ¿seguiría viviendo allí? también Concha, otra chica que vivía por el Parque de las Bombas. Durante un buen rato siguió pensando en quién la podría ayudar a buscar un alojamiento. Estaba decidida a quedarse allí hasta su muerte, no eran muchos los ahorros que tenía, pero si lo suficiente para poder alquilar un pisito, pequeño claro estaba, para ella sola.
Cogió su maleta y muy lentamente salió de la estación, seguía mirando todo lo cambiado que lo encontraba. Cruzó la plaza y se dirigió al bar que estaba en la esquina para tomar un bocado. No quería que si encontraba a alguien conocido la tuviese que dar de comer. Eso era otra cosa. Al terminar el refrigerio, se dirigió a donde vivía la Dorotea. Allí ya no vivía y nadie se acordaba de ella, aunque la casa era la misma. Con mucho esfuerzo por el cansancio, quiso dar la vuelta a la plaza por la misma acera donde estaba, entonces, se le vino a la mente, una familia, que el hijo pequeño también había ido a la escuela con ella, creía recordar que se llamaba Carlos. No lo pensó dos veces, se adentró en el portal y lentamente subió la escalera. Al tocar a la puerta, le salió a abrir una señora joven. Discúlpeme señora,  no tengo el gusto de conocerla, pero creo que aquí vivía un chico, que se llamaba Carlos, creo que era el menor de los hermanos y que fue conmigo a la escuela “Carlos Ruiz”. Si señora ese es mi marido, muy solícita la señora, le hizo pasar al salón, le ofreció una taza de café y charlaron largamente.......

PILAR MORENO 20-3-2013

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