Corría el verano de 1987, el mes de julio concretamente cuando disfrutábamos de las vacaciones estivales como todos los
años, en la casa en que hoy vivimos. Pasaba las últimas horas de la noche,
disfrutando con mis hijos, jugando en la terraza, al parchís, a las cartas o a cualquier otro
juego que ellos me propusieran.
Llegó la hora de acostarnos y como siempre al
meternos en casa, les tenía que regañar para que no hiciesen ruido ya que su
padre estaba dormido, pues madrugaba bastante para ir a trabajar al siguiente
día, y ellos tenían siempre el pique de quién había ganado o perdido. Eran unos
niños muy felices.
Una vez acostados, yo hice lo mismo y me
quedé dormida, comencé a soñar con mis padres y ¡por Dios!, que cosa tan horrible,
exactamente no recuerdo el principio del sueño pero, veía claramente como mi
padre moría de un infarto, caía fulminado, la desesperación que a mí me
entraba, sentía como gritaba y decía: “Papá, tu no”. Cuando desperté, empapada
en sudor, mi marido me preguntó qué me pasaba. Le dije que no pasaba nada que
creía haber tenido una pesadilla.
Pasados unos quince días, mis padres llegaron
a casa a pasar unos días con nosotros y a celebrar mi aniversario de boda, el
suyo y el cumpleaños de mi marido y mi hijo mayor, que eran todos en fechas muy
seguidas.
La noche del día treinta de Julio, hacía
bastante fresco y nos tuvimos que meter de la terraza. Recuerdo como si fuese
ayer que mis hijos estuvieron jugando con el abuelo, el pequeño que era un
trasto y su ojito derecho, se estuvo subiendo por encima de él y haciéndole
toda clase de gracias. Cuando nos íbamos a la cama, los niños dijeron que
querían ir al mercadillo con nosotros, ya que nunca habían ido; El abuelo les
dijo que si los llevaba pues nunca les negaba nada, como casi todos los
abuelos.
A la mañana siguiente, nos levantamos con
mucha alegría, desayunamos y nos pusimos en marcha. Recuerdo con toda claridad,
que antes de partir, me abracé a mi padre y como siempre le decía, “papaíto
¡Cuánto te quiero!, lo besé y partimos para nuestro destino. Iban contentísimos,
al llegar al mercadillo les compró todo lo que le pidieron, se le veía tan
feliz con los niños, eran lo que más quería, y además sus únicos nietos. Una
vez terminadas todas las compras, emprendimos el regreso hacia el coche y yo,
que tenía que recoger una cosa en el tinte, me desvié por otro lado distinto al
de ellos.
Cuál fue mi sorpresa al llegar donde
estábamos aparcados y ver que había un montón de gente alrededor del coche.
Estaba mi pequeño solo llorando y diciéndome: “Se han llevado a mi abuelito”.
Yo enseguida pregunté por mi hijo mayor y me dijo: “Se ha ido a buscarte”. En
ese momento venía corriendo. Él dentro de lo nervioso que estaba me explicó que
el abuelo se había caído al meter las bolsas en el coche, y unos señores se le
habían llevado al ambulatorio. Dejé allí a mis hijos dándoles unas monedas para
telefonear a una amiga para que fuese a recogerlos y salí corriendo hacia el
centro de salud.
Cuando llegué casi sin aliento, me encontré
con la escena más desagradable y más dolorosa de toda mi vida, a mi padre
estaban tratando de reanimarlo en la misma calle, pues le había dado un infarto
y ya estaba muerto. Creo que repetí las mismas palabras que en el sueño y la
desesperación que me entró fue tan profunda que tardé bastante tiempo en aceptarlo,
necesitando tratamiento médico. Después de veinticinco años que han pasado,
cada vez que paso por el lugar donde sucedió, todavía me tiemblan las
piernas. Creo que aún no lo he superado.
Mª del Pilar Moreno
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